lunes, 27 de junio de 2011

RELATO DE IRENE

  Dias atrás, Maria ensinoume un relato que a súa filla Irene fixo a petición dun profesor. A min gustoume. Pedinle que me deixera publicalo aiqui, e fixo-o. Gracias Irene.
 Irene, por se alguén non o sabe, é filla de David e Maria, amigos meus, e compañeiros de fatiga algunha veces. Irene tén dezasete anos. A esta idade non é normal que alguén se preocupe das cousas as que ela se refire, por eso para min ten tanta importancia este relato.
 Deixovo-lo aiquí para ver que vos parece.
 Espero comentários.



Tres años.
-Es tu turno. Dinos cómo te llamas y expón tu problema, nosotras estamos aquí para ayudarte.
-Hola, -balbuceaba, mientras el silencio reinaba en la sala- mi nombre es Dolores, pero todo el mundo me llama Loli.
Treinta caras de mujeres observándome, algunas con cara de asco, otras pasando de todo, otras me miraban de arriba abajo como si fuese un escaparate y otras, al fondo, estaban marcadas. Sus caras tenían un color diferente, como morado… Morados sus ojos, sus mejillas de mujeres jóvenes… Golpeadas.
-Hola, Loli. Si quieres, puedes explicarnos lo que ocurrió, cómo empezó, todo. Tómate tu tiempo.
“Tómate tu tiempo”, “tómate tu tiempo”, sé que eran palabras afectivas, para que no me sintiera presionada, pero ya había perdido tanto tiempo… No podía más, necesitaba gritar al mundo lo que me ocurría, sin embargo, sólo balbuceaba…
-Bu…, bueno. Yo conocí a Jairo muy joven. Sólo tenía quince años, estábamos en cuarto de ESO, concretamente.
Yo era una alumna ejemplar, aprobaba todo pese al esfuerzo que suponía, me portaba bien en clase, participaba en proyectos, concursos… Era buena chica. Él había repetido primero y cuarto, por lo que tenía dos años más que yo. Ere el típico “popular”, el que gustaba a todas las chicas, el que contestaba a los profesores, el “guay” de la clase. Al principio, me repelía. Con el paso del tiempo, empecé a encontrar en él cosas que yo, ingenua, pensaba que sólo me daba a mí. Además, esos ojos… Sus ojos grises que me penetraban cada vez que abría la puerta… Esos ojos… En qué mal momento pensaría yo que esos ojos serían el reflejo de mi condena, de mi cárcel.
Medio año después llegó el primer beso y el comienzo de nuestro noviazgo. Pasó poco tiempo cuando todos hablaban de que ya habíamos mantenido relaciones, acompañando esta información con insultos y palabras despectivas hacia mí. Yo lo desmentía, no era verdad, pero él, él sólo se reía, no me defendía. Fue cuestión de semanas cuando, en una de nuestras interminables conversaciones telefónicas, me dijo:
 -Sabes que eres muy buena novia, pero ser buena novia implica satisfacerme… Eres buena novia, ¿verdad? ¿O voy a tener que buscarme una mejor?
El corazón me dio vuelta. ¿Perderlo? ¿Yo? ¿Qué más daría todo el miedo que sentía, el agobio que me producía sólo pensar en ello, qué más daba? Lo quería, no podía consentir que se fuera todo por la borda por esa “tontería”.
Fue sólo el comienzo. Sentí dolor, impotencia, sufrimiento, vergüenza, desconocimiento… De todo menos placer.
Pasaron los años y dejamos el instituto. Yo comencé a hacer una carrera y él se puso a trabajar. En la universidad, recibía incansables mensajes tipo “ a ver con quién andas”, “no te acerques mucho a los chicos”, “ya sabes que soy muy celoso”… “pero porque te quiero”. Sonreía, me sentía tan bien… Estaba tan enamorada…
En verano, salíamos de noche, prácticamente todos los días. Por supuesto, nunca iba sola, tenía que ir con él. Lo que empezaba con felicidad y diversión acababa con peleas y violencia. Bebía y bebía hasta que su hígado no se lo permitía y se enfrentaba con todo aquel que me miraba. Él ya tenía veintiún años, podían denunciarlo, pero seguía, fin de semana tras fin de semana, una rutina constante.
Tres años después, alquilamos un pisito, nuestro “nidito de amor”, mi cárcel, mi jaula.
No logré sacar la carrera, el dinero no era suficiente para mantenernos; tuve que ponerme a trabajar.
Mi madre me decía “cuidado, cuidado, este chico nunca me gustó”. Estúpida mamá, ella qué sabría… No lo conocía, no sabía lo bueno que era conmigo, lo que se preocupaba por mí, lo atento que era… Bendita madre. Sin ella, hoy no estaría aquí, contando a decenas de desconocidas mi vida; estaría contándoselo a los gusanos que comerían mis carnes en descomposición, mi cuerpo sin vida que, en ese instante, prefería estar bajo tierra que viva  y junto a él.
Jairo tenía veintisiete años cuando dejó de ser el hombre de mi vida. Tenía veintisiete años el primer día que me golpeó. Así, hasta los treinta. Tres años, diréis, no es tanto tiempo. Quizás muchas de vosotras estuvierais en esa situación diez, veinte años. Yo no, yo sólo tres. Tres años en los que cada día envejecía diez, en los que mi sonrisa se borraba, en los que me olvidé lo que era ser feliz, libre, igual que los demás, me olvidé, no lo era.
De los empujones pasó a los bofetones; de los bofetones, a los puñetazos; de los puñetazos, a las patadas, a forzarme a…  violarme.
Los minutos sin él era lo único que me quedaba de mi lejana y añorada libertad pero, ¿qué iba a hacer? Sin él no era nada, no podría seguir. Y me quedaba en casa. Seguía planchando, lavando y recogiendo las botellas que dejaba a su paso, pruebas evidentes de su alcoholismo.
            Pero aquel día, aquel día siete de febrero, fue el último. Llegó a casa enfurecido porque su equipo de fútbol había perdido. Sí, fútbol. El fútbol provocó que descargara su ira en mí. Dos horas, dos horas que provocaron la rotura de dos de mis costillas, la deformación total de mi cara a causa de los puñetazos y… el aborto. Era la sorpresa de ese siete de febrero, sería padre, tendría un motivo por el que dejar su mala vida atrás; esa criatura era un rayo de esperanza para mí. Pero se nubló, se borró, las nubes lo taparon, dando lugar a una espantosa tormenta.
En el hospital, acudió la policía, me tomaron testimonio y yo lo defendí, pero fue en vano.
Condenado a veinte años de prisión y yo sola. ¿Sola? No, libre, pero no del todo. Encontraré la libertad cuando mis miedos desaparezcan, cuando pueda salir a la calle sola, cuando un buen gesto de un hombre no lo interprete como un acoso. Cuando logre quitarme su olor del cuerpo, las cicatrices que llevo dentro de mí. Ahí, seré libre y, hoy, he dado un gran paso. Por fin, puedo contarlo públicamente; por fin, la vergüenza y la culpa se esfumaron.
Y un aplauso llenó la sala de comprensión y emociones, de orgullo personal y de alegría. Loli vio cómo las nubes se habían despejado para dejar paso a un enorme y reluciente sol: SU SONRISA. 


Irene Troncoso Barral.  I-VI-MMXI.


2 comentarios:

  1. Duro y hermoso relato. Y necesario. Supongo que hacen falta muchos relatos así para que las mujeres aprendan a ver con los ojos del corazón sin cerrar los de la razón, para anticiparse, para prevenir las tan comunes acciones de maltrato, para comprender lo antes posible donde puede haber amistad-compañía-amor y donde unos celos injustificables que no pueden augurar nada bueno. El asunto es complejo y las soluciones nada fáciles, porque las dependencias emocionales, me temo, no son menos potentes que las derivadas del alcohol o las drogas. En todo caso, mi felicitación para Irene por su relato, tan duro como emocionante. Y para ti, Xabrés, por tu sensibilidad al sentir la necesidad de publicarlo.

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  2. Pasareile os parabens a Irene. Coido que o merece, ela e o relato.

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